Un lunes triste.

Cuando te mudas tantas veces –quince a lo largo de mi vida– las despedidas dejan de ser despedidas. La primera vez fue a los nueve años. Ya os podéis imaginar: un drama. Pero volví, y –por primera vez también– supe que la gente no te espera. La segunda no dejó de ser menos drama, pero esta vez fui yo quien no esperaría a nadie. La tercera, el drama fue por ambos, pero quince años después seguiríamos siendo los mismos. No es fácil separarse de alguien de la noche a la mañana, pero lo hace más fácil cuando tienes una experiencia y madurez como Atlas cargaba su mundo a sus espaldas (con perdón de Kundera), y yo lo tenía. O eso creería.

No recuerdo la primera vez que me despedí de él, en cambio, aún tengo grabado a fuego la última. Recuerdo que el dolor no era tan intenso como la primera, no sé si por eso de la experiencia o tal vez por eso de que, a pesar del tiempo y la distancia, sabía que volveríamos. No sólo eso, sino que seríamos los mismos en otro contexto. Y si no ocurría, no pasaría nada ya que el tiempo me habría curado. Aquello me reconfortaba. Ocurre que no nos enseñan a desprendernos. Cada despedida –diferente cada una, pero igual en su contenido– hace que te aferres; un olor, vuestra canción, un lugar. No importa, todo recuerdo te lleva a esa persona.

Nosotros lo teníamos, yo lo tuve.

Al día siguiente pasé por el bar al que íbamos todos los días –siempre hay un bar en toda historia, y esta no iba a ser menos –, y para mi sorpresa estaba cerrada. Las siguientes dos semanas seguiría así y me aferre a que aquello sería definitivo. Lo cierto es que ese pensamiento no sé si iba dirigido al bar o a la última vez que nos despedimos. Miento, lo sé: La despedida. Una semana más tarde se llevarían lo que fue nuestro banco con vistas a un parking de taxis, el del piti y a casa. Aquello tuvo que afectarme, pero la realidad es que no lo hizo. Cuando te mudas tantas veces, te curas de todo desprendimiento.

No fue hasta este lunes –un día después de las elecciones– donde sentiría el regreso como un fracaso. La derecha había ganado en Madrid y estaba cabreada, además con una desazón en el cuerpo. Sientes que todo lo construido deja de existir y a hacerte preguntas: cómo ha sucedido, qué hicimos mal. Estábamos haciéndolo bien, dentro de nuestras posibilidades, y nos lo habían arrebatado.

Esa misma tarde, con el mal cuerpo, me disponía a ir a trabajar. El camino era el mismo, pero algo me sobrecogió: un señor leyendo y refugiándose del calor bajo un árbol. Lo que me sobrecogió no fue la escena en sí, que también, sino el lugar donde se encontraba. Estaba sentado en el banco al que me aferré tan sólo una semana, el del piti y a casa. Esta vez sí importaba, y lo peor de todo: dolía.

Entonces lo supe: No es que nada haya vuelto, sino que todo lo que había no se ha ido.